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UNA BREVE APROXIMACIÓN DECIMONÓNICA A LARELIGIOSIDAD BUMANGUESA – Juan David Landazábal Rangel 10°C

La recomposición habitual del pasado colonial fija en 1622 la fundación de
Bucaramanga, que se ubica al nororiente de la cordillera andina, por obra del cura Miguel
de Trujillo y el español Andrés Páez de Sotomayor, dada según las necesidades doctrinales
de aquel y la función directiva de las minas por parte de este. A cuatrocientos años de su
establecimiento, el municipio florece y persevera en razón de un crecimiento notable en
materia diversa, definición que es análoga a su evolución histórica según el respecto en
que se le dirija. Acontece así en la esfera eclesiástica, cuya aproximación es menester en
la ordenación de una sociedad en que se implante un ideario religioso y, con ello, la
extensión de un complejo sociológico que coexiste con aquel por efecto de su formación
inmanente.
El alza de un poblamiento concreta su desarrollo en virtud de amplías causas
progresivas que trazan el testimonio histórico de una comunidad. En aquel respecto, la
evolución del pensamiento en Colombia, que identifica al núcleo de su entendimiento,
subyace a la inserción doctrinal de un complejo religioso vasto, cuyo principio configura las
costumbres de un colectivo particular en función de un sistema de predicamentos enraizado
en la colonia hispánica, esto es, en el seno teológico de la cultura occidental. Se dice, pues,
con propiedad, que la construcción de tal tradición foránea es, además, formalmente
distinta, pues converge según la historicidad del asentamiento mismo, que delimita la
exposición que ha de emprenderse aquí a propósito de una acepción puramente
bumanguesa. Como pilar metodológico, se adscribe el análisis de su formación en la
primera mitad del SIGLO XIX, en la obra crónica de Juan Joaquín García (1896), desde su
aparición más remota hasta el tiempo en que allí se consolidó.

  1. TRADICIÓN ABORIGEN
    Fuentes tardías declaran la residencia prehispánica de la etnia lachosa en la llanura
    de Bucaramanga, circunstancia próxima a la conquista, que no se interesó por aquel
    territorio inhóspito (p. 17). Es, por ello, impreciso el testimonio de su religiosidad, que habría
    de divagar entre el culto chibcha y la divinidad en que personalizaron su entorno natural, de
    estricto vínculo agrícola.
  2. LA INSTITUCIÓN PRIMITIVA DE LA IGLESIA
    El valle se encontró indiferente; su progreso fue, entonces, nulo y no se erigió
    edificación alguna hasta la visita de los hacendados del municipio aledaño de Girón, que
    adquirieron localidades vecinas hacia el término del SIGLO XVIII (p. 18). De tal modo, floreció
    su exploración, dado su atractivo geográfico y meteorológico, hacia la instauración de una
    gestión eclesiástica decimonónica, que segregó a los indios junto con su tradición, es decir,
    diluyó sus creencias, que bien habrían sido consideradas vulgares, y confirmó la parroquia,
    por la que, en suma, se le atribuyó el título provisional de villa, que presupuso una
    transformación sistemática. Fundamentalmente, se ubicó la casa cural, el primer oratorio y,
    con él, una representación de la Santísima Virgen María. El comentador afirma que un cura
    gironés frecuentaba aquel atrio periódicamente y atendía diligentemente la práctica
    sacramental, al tiempo que iniciaba a los demás en la misa, que habría de celebrarse poco
    después de tal erección (p. 21). La presencia, aunque informal, de la colonia promovió la
    impulsión de otros focos importantes que introdujeron su dominio metódico, como una
    escuela y la cárcel pública (p. 22), siendo esta última una técnica expiatoria que vale la
    pena estimar. Tal ejercicio articuló la edificación de nuevos templos y, por consiguiente, la
    incorporación de párrocos jóvenes. Esta labor cohesionó la institución de una sociedad
    católica, que impregnó la identidad municipal durante los siglos restantes.
  3. EL TRÁGICO HOMICIDIO DE ELOY VALENZUELA
    Con común regularidad hubo transcurrido el final de dicha etapa hasta la
    denominación oficial de la villa, consolidación que, intuitivamente, acogió un sinnúmero de
    acontecimientos de importante consideración en materia política y administrativa. La
    conmoción que, años después, engendró el homicidio del botánico Eloy Valenzuela, quien,
    a su vez, desempeñaba el sacerdocio y la filosofía, sacudiría tal respecto, pues se había
    extinguido la vida de un anciano venerable que, según García, se revestía del más sagrado
    carácter y le antecedía una vida llena de merecimientos (pp. 56, 57). Dos hombres, que él
    reconoció haber bautizado, asaltaron la casa cural, donde él dormía pisando ya la senectud.
    En su lecho de muerte, el cura les concedió el perdón al no comentar sus nombres y, tras
    la celebración de una misa en su honor, falleció en paz. Sin embargo, la feligresía, que ya
    era mayoría, impactó sus alrededores con el afán diligente de enaltecer al que
    coloquialmente llamaron santo, y de priorizar su memoria al someter a los sindicados. De
    tal modo, se eligió a un nuevo alcalde, don José Ignacio Ordóñez, pues el anterior se hallaba
    inhábil para tal labor, de donde se siguió la narración de un hombre anónimo y se
    encontraron culpables a los hermanos Bretón, Higinio y José Ignacio. El primero se imputó
    las culpas buscando salvaguardar la inocencia de su congénere, al que enviaron preso a
    Cartagena. A Higinio se le condenó a la pena capital, es decir, a la pública ejecución, en la
    plaza de Bucaramanga. En justificación de ello, el despacho en Girón apeló a la magnitud
    del asesinato, distinguiendo en don Eloy una ferviente representación de Dios en la tierra.
    En cumplimiento de la sentencia, se le paseó hasta el lugar y se le auxilió hacia la
    retractación de un alma aparentemente purificada por el arrepentimiento, que se extendió
    de rodillas ante la familia de la víctima. La sombría fiesta punitiva se le aproximó con notable
    serenidad. La lectura del manuscrito coincidió con la descarga de los verdugos. Después
    ocurrió el fusilamiento; se le decapitó y se le desmembró. La cabeza se erigía en el centro
    de la plaza y una mano se clavó en la puerta que conducía al lugar del crimen (pp. 60, 61).
    El espectáculo que data de esta ceremonia penal fijó en la villa un período de pavor.
    El suplicio al que se sometía al delincuente o, más bien, a su cuerpo le confería cierta
    compasión en razón del salvajismo que se predicó del castigo. Aquel teatro abominable y
    su efecto en la población confirmó la equivalencia que ello comprendía entre el ejecutor y
    el acusado. La sazón religiosa de este foco es predominante, pues sirve al último y le extirpa
    la culpa que lo ha llevado, simbólicamente, a la punición: «¡Divina tiene que ser la Religión
    que, cuando todo nos ha abandonado, nos abre sus brazos para evitarnos caer en los
    abismos de la desesperación, recordándonos que más grandes que todos los pecados del
    mundo son los méritos infinitos de AQUEL que, por salvarnos, pereció en la Cruz!» (p. 60).
    Dicho evento concluyó en la exaltación de la misericordia divina. Así se manifestó la
    fragmentación de un orden determinado por aquel esquema eclesiástico, del que se había
    quebrantado un pilar humano trascendente.
  4. LOS VOTOS POR EL CÓLERA
    El curso que siguió durante las próximas décadas fue cuanto menos impactante. La
    segunda mitad de Siglo principió el resquebrajamiento de tal parsimonia con la reaparición
    del cólera. La población, aunque invadida por condiciones salubres inoperantes, imploró a
    la santidad el amparo mariano; inscribieron, por ello, una celebración a la Providencia como
    Patrona. Se preparó la rogativa, se ungió el ayuno y se conmemoró la fiesta instituida por
    la mediación del pueblo ante Dios, «La del voto». Resultó que, poco tiempo después, el
    brote epidémico había sido arrancado de allí, según pensaron, como producto de aquella
    fe, favor que movía la devoción de la plaza entera y, en efecto, consagraba un hecho
    venerable, que, empero, fue olvidado con el tiempo. El comentador acuñó el archivo
    parroquial, que oficializó el Cura y fue suscrito como deber por los pobladores: «hacemos
    voto solemne de celebrar anualmente una fiesta (…) a María Santísima nuestra Señora en
    su advocación de Chiquinquirá, como un testimonio perpetuo de gratitud por los favores
    que ha recibido esta villa de su maternal protección y para que siga dispensándosela
    siempre» (p. 80). Su atestiguación promueve el reconocimiento corredentor de su obra. Se
    sigue, pues, la afirmación del fundamento que ha de permear el catolicismo en la región, la
    tradición, que era todavía incontrovertible y ocupaba un rol preponderante en el tejido
    estructural de su armazón social.
  5. LA ENCARNACIÓN MARIANA
    Al poco tiempo, la viruela irrumpió y, como era hábito, se ofreció una rogativa en la
    que se encomendó la supresión divina del mal. Encarnación Velasco, una mujer que lo
    llevaba a cuestas durante una década, y que apenas podía moverse, acudió a la caminata
    y, sobre el altar que allí yacía, se arrastró hasta ser sanada. García relata la advocación
    que se le confiere, pues, según documenta, su imploración surtió en ella un espíritu hábil,
    del que se había desprovisto hace casi veinte años (p. 105).
  6. LA PROMOCIÓN DE LAS FIESTAS LITÚRGICAS
    La historia concreta, tras un par de meses, la abolición de la esclavitud y la
    emancipación de la servidumbre a través de la asignación de una ley suprema que
    propagaba, según la disertación, una sabia medida de la república (pp. 84, 85).
    Entre las costumbres que convenían se hallaban, por demás, el Carnaval, el
    Aguinaldo, la Pascua de Navidad, los Inocentes, el Año Nuevo y, en seguida, la Semana
    Santa. Como en cualquier caserío colombiano, se promulgaba la novena del Niño Dios, que
    acompañaba alegremente a los trabajadores en la recepción del aguinaldo y las pascuas.
    Se cantaban los villancicos, se entonaba el Evangelio, se ubicaba el pesebre, los buñuelos
    de algodón, las colaciones, los tamales, los bizcochos, y, como el cronista examina, la última
    noche se teatralizaba a la Virgen y a una reunión de pastorcillos iluminada por las farolas
    que solían colgar a sus diestras. De Matanza llevaban, también, sus festivales y agradaban
    al Señor en la santificación de las fiestas que, además, revitalizaban a la comunidad
    católica. García admite en su relato la modificación que el progreso implantó en las fechas
    de antaño, que habían reincidido en la secularización y no eran más que pobres vestigios
    de lo que él juzgaba sencillo. Es, pues, inherente la valoración del pasado arquetípico, que
    revestía la memoria con los aires más prósperos de una juventud inmaterial, que expresa
    una sensibilidad común sobre el recuerdo «con olor de helecho»: «Grandes y múltiples
    serán las ventajas de la riqueza, (…) pero más estimable que todo eso nos parece la
    sobriedad del pasado» (p. 88). La Semana Santa frecuentaba la procesión, que sucedía
    desde el martes hasta el viernes. Se utilizaba al Crucificado, la Cruz de la Pasión y el
    Sepulcro; se conducían los estandartes y se rezaba con regularidad.
    La historiografía que aquí se expuso proyecta la disposición domínica de la urbe en
    lo que resta del siglo y en la consecución de una significación parcialmente actual. Su
    desdoblamiento se instituye progresivo y principia el desplazamiento que instrumentalizaba
    su acción; pues, en efecto, hubo de ser la religión, que fungió como la columna vertebral
    del Estado y habitó, de modo intrínseco, en el corazón del hombre republicano y su ejercicio
    en sociedad. La concreción de tal devenir ha sido, entonces, compuesto, en la medida en
    que se esbozó un análisis sociológico del fenómeno, cuya influencia contemporánea es
    imborrable e introduce demás cuestiones relativas a la configuración antedicha.