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El precio de una victoria sin ganadores. – Jhon Alejandro Fletcher López 10°C

La guerra siempre deja huellas, no solamente países sino también en las personas. La Guerra de la Triple Alianza fue, sin duda, una de esas heridas abiertas que cicatrizan al sur del continente americano. Quiero reflexionar sobre la misma, no solo porque haya sucedió hace más de un siglo y que no haya dejado de ser un hecho histórico, sino, porque nos ha servido como una muestra de hasta donde es capaz de llegar la ambición y el afán por querer superar lo que otros han construido con su trabajo. Y hoy, tanto como en aquel entonces, necesitamos recordar que la violencia no da ganadores, solo quedan heridas.
Todo empezó entre 1864 y 1870, periodo en el cual Paraguay, bajo el mando de Francisco Solano López, tuvo un conflicto con Uruguay, Argentina y Brasil. Paraguay era un país pequeño, pero poderoso, con aspiraciones de desarrollarse de manera autónoma, sin la necesidad de depender de otros. No obstante, sus vecinos no miraron eso de buena manera. Lo que pudo haber sido un diálogo entre gobiernos se volvió una guerra brutal.
Las consecuencias fueron horribles. Paraguay perdió entre el 60% y el 70% de su población total, y casi el 90% de sus hombres adultos. Ciudades como Asunción, Piribebuy y Humaitá quedaron reducidas a ruinas. Económicamente Paraguay era autosuficiente y sin deuda externa, con talleres, ferrocarriles y fábricas nacionales. Pero después del conflicto, el país quedó destruido y endeudado con potencias extranjeras. La triple frontera se repartió más de 140.000 km² de territorio paraguayo, y los pocos recursos restantes quedaron bajo control externo. La industria artesanal y agrícola desapareció, y el país
tardó más de 50 años en volver a estabilizar su economía.
Culturalmente la guerra intentó borrar la identidad paraguaya, pero en cambio lo que hizo fue reforzar el orgullo y el valor del pueblo. Se perdieron archivos, iglesias y obras de arte, pero sobrevivió el idioma guaraní, símbolo de unidad nacional. Un sobreviviente paraguayo escribió en sus memorias, “Nos quitaron la tierra, pero no el alma. Y eso fue lo que nos salvó.”. Estos combates también destruyeron bosques, quemaron cosechas y contaminaron los ríos. En los campos de las zonas de batalla quedaron inutilizables por años, provocaron hambrunas y pérdida de biodiversidad.
Además, esa guerra dejó heridas invisibles. La gente, durante años, no tocó el tema, como si el silencio tuviera la capacidad de eliminar el dolor causado. Sin embargo, no es posible olvidar algo como esto. La historia muestra que cuando el poder se antepone a la vida, al final todos salen perdiendo. Hasta aquellos que «ganan».
Pensar en lo que vivió Paraguay es pensar en lo que vive cualquier pueblo que pasa por una guerra, el miedo, la pérdida, el hambre, el vacío. Y también la esperanza. Porque a pesar de todo, la gente siempre vuelve a levantarse. Eso es lo que más me impacta: la capacidad humana de seguir adelante, incluso cuando todo parece perdido.
La Guerra de la Triple Alianza nos enseña que la guerra no deja héroes, solo sobrevivientes. Que ningún territorio vale una vida y que ningún país justifica tanto sufrimiento. Hoy, cuando el mundo sigue enfrentando conflictos, deberíamos mirar atrás y aprender. La paz empieza en lo pequeño: en cómo tratamos al otro, en cómo escuchamos y respetamos. Porque cuando termina la guerra, el silencio que queda no se llena con gritos, sino con comprensión, memoria y esperanza.